Club de Lectores
 
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Primer Trimestre 2003 Club de Lectores Nº 2

Libroamante

Uno se acerca al libro como al amante: haciendo círculos. Seducimos y nos dejamos seducir por el objeto de nuestra fantasía. Tocar, oler, hincar el ojo, imaginar atentos y despiertos; llorar lágrimas amargas, como Bastián Baltasar Bux en La historia interminable, porque un relato maravilloso acaba; leer como una necesidad de estar en otra parte. Todo esto es para mí la lectura, y sin embargo, qué difícil es transmitir el placer, la compañía invaluable, el viaje, la sorpresa que me aportan los libros. José Emilio Pacheco nos dice: “Leer con la naturalidad con que respiramos y hablamos. Leer como una parte indispensable de la vida, como un medio para vivirla de la mejor manera posible”. ¿Por qué sólo algunos nos sentimos convocados? ¿Por qué la lectura gratuita y voluntaria sigue siendo privilegio de unos cuantos?

Crecer en un ambiente donde los libros son parte del entorno, nos lleva a abordarlos con naturalidad y afecto. Su cercanía puede ser decisiva. Para Borges, la biblioteca de su padre, a la que tuvo acceso desde niño, fue el inicio de una vocación indeclinable: “Si se me pidiera designar el hecho principal de mi vida, diría que fue la biblioteca de mi padre”. (Emir Rodríguez Monegal, Borges, una biografía literaria, FCE). Borges buscaba en aquella biblioteca de “ilimitados libros ingleses” el objeto de su propio placer. Un placer que negamos a nuestros hijos al entender la lectura como una actividad obligatoria y tediosa, como una asignatura que no trasciende el ámbito escolar.

¿Quiénes leen? ¿Por qué leen? ¿Qué leer? ¿Cómo leer? “No hay receta posible - dice Gabriel Zaid en su libro Leer poesía. Cada lector es un mundo, cada lectura diferente. Nuevas aguas corren tras las aguas, dijo Heráclito; nadie se embarca dos veces en el mismo río. Pero leer es otra forma de embarcarse: lo que pasa y corre es nuestra vida, sobre un texto inmóvil. El pasajero que desembarca es otro: ya no vuelve a leer con los mismos ojos”.

Zaid remite al lector habitual a una experiencia conocida; pero, ¿qué sucede con los miles de lectores potenciales que aún no descubren al libro como un objeto amoroso, producto de un acto de amor que se transforma en nuestras manos y nos transforma? ¿Cómo construir el puente entre unos y otros? No hace mucho, en una conversación con el escritor y editor Sealtiel Alatriste, él me comentaba que tuvo la suerte de vivir la lectura como una actividad cotidiana; fue un lector precoz y piensa, tal vez con demasiada rigidez, que aquellos que no fuimos lectores tempranos (antes de los doce años) estamos perdidos para la lectura. Si damos total crédito a las palabras de Alatriste, mi experiencia personal es la excepción: el libro fue para mí un amante tardío; el encuentro, producto de un error afortunado. En casa de mis padres sí había libros. Yo jugaba a rayarlos y a venderlos, pero no los leía. Y entré en la adolescencia, aburrida de Platero y yo, y de otras lecturas impuestas, tan impuestas que ya no las recuerdo. Parece mentira que el peso de la imposición me hiciera aborrecer a Juan Ramón Jiménez.

Llegué a casa de mi abuela donde tío Guillermo tenía una colección de revistas de tapas amarillas y brillantes, con títulos que han sido, estos sí, inolvidables: El ciego y el murciélago, El doble del millonario, Muerto en las nubes. Me apasioné con la lectura de aquellas novelas policíacas y un día me encontré con que había devorado la colección completa. No más revistas, no más casos por resolver, no más tardes robadas al estudio y las tareas. Estaba desolada. Pasé al segundo librero, cuya especialidad eran los libros “serios”. Un título llamó mi atención por su cercanía con mis lecturas revisteriles. Doscientas ochenta y cuatro páginas de letra apretadita. Un desafío, pues nunca había leído tantas páginas juntas. Sin embargo, le encontré una ventaja: “si esta novela policíaca me gusta, ya tengo lectura para rato”, me dije, mientras expropiaba el ejemplar.

No está de más aclarar que, en la escuela de monjas francesas donde estudiaba, ni por error habían mencionado Crimen y castigo, de Fedor Dostoievski.

A los 16 años, los enamoramientos suelen ser rotundos e indeleble la impresión que dejan. El estudiante Raskólnikov y Aliona Ivánova se convirtieron en personajes de pesadilla. Era tal la emoción que me provocaba la novela, que sufría de taquicardia. En algunos pasajes me sudaban las manos; en otros, no me quedaba más remedio que cerrar el libro y descansar. Lo palpaba mientras me reponía. Así descubrí al libro como un objeto amoroso y sensual; me relacioné con él a través del tacto y del olfato.

En ese momento, sin orden ni concierto, inicié un proceso que no termina nunca: mi formación como lectora voraz y agradecida, y nació en mí la necesidad de compartir esta experiencia, de transmitir lo que siento cuando me acerco a un libro: haciendo círculos, demorando el encuentro, con una suerte de placer anticipado.

Angélica de Icaza

 

 

 

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