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Lectura clandestina

Zoraida Vásquez Beveraggi

Los espacios domésticos más recordados de mi infancia se reducen a la palabra escondite: cavernosos roperos donde mis abuelas guardaban vestidos pasados de moda entre los que soportaba hasta el límite las emanaciones de la naftalina; sótanos que debajo de las camas de la familia se perpetuaban llenos de basura que habiendo perdido su identidad me atrapaba en el empeño por averiguar sus orígenes; mi cama, donde podía prolongar el sueño en plena vigilia, más, si me cubría hasta la cabeza, simulando una oquedad que se me figuraba redonda, oscura y caliente como un útero.

Recuerdo esos espacios domésticos porque acunaron mi incipiente incursión en el mundo de los malos pensamientos. Les debo el bagaje de ficciones creadas al margen de lo hablado y por ello de lo permitido, que hoy me acompañan; el placer imaginado y el nutrimento de mis textos.

Pero había también un momento en el que aquellos pensamientos, cada vez más amarrados a mi carne, florecían. Era el tiempo de la siesta. Hablo de las siestas veraniegas de las ciudades de provincia en las que la vida aún se suspende para hibernar en el calor, de aquel tiempo propicio para el ensimismamiento. Recuerdo el silencio, los ronquidos que me daban la pauta de que los otros dormían, y el canto de las cigarras que me tentaban a abandonar las buenas costumbres para hundirme en un mar de placer.

En aquellos espacios y aquel tiempo refundaba diariamente mis anhelos más íntimos. En aquellos espacios y aquel tiempo tuve mi primera lectura clandestina.

Mi madre, aficionada a los periódicos, nos proveía de narraciones clásicas, revistas culturales, enciclopedias y colecciones acompañadas por objetos extraordinarios, como un librero en forma de casita. Mi padre acumulaba sobre su mesa de luz narraciones policiacas que acostumbraba devorar mientras descansaba (hambre heredada que aún suelo calmar). También compraba cada semana el Intervalo , el Tony y el Dartagnan , revistas de historietas en sepia por las cuales los hermanos podíamos librar batallas campales. Si leer era en mi casa solariega una práctica vista con muy buenos ojos y hasta aplaudida, ¿en qué hendidura podía realizarse la trasgresión? Tal vez -pienso ahora- en la lectura de libros que no llegaban a nuestras manos a través de los proveedores familiares, sino por atajos insospechados, condición que los volvía objetos prohibidos.

Era un cuarto penumbroso y fresco que sitúo en una de aquellas siestas memorables de un día hábil, ya que mis padres no aparecen en la escena; era su dormitorio, de eso estoy segura porque exploro uno de los cajones superiores del tocador donde mi madre solía guardar llaves, fotografías y medicamentos. No sé qué busco, pero cubierta por objetos diversos descubro una imagen desdibujada por la media luz: pinceladas poco definidas de un verde oscuro con una mancha blanca en medio, alrededor de la cual se erigen unos hombres con sombreros. Si esa fue la imagen -que ahora entreveo impresionista, casi abstracta, supongo que la mancha blanca cubría un cadáver y los hombres ensombrerados eran detectives o delincuentes. Esa novela policiaca que mi padre por alguna razón insospechada pretendía esconder me cautivó por las ofrendas de su portada; entonces hice lo que nunca había hecho: me aseguré que no hubiera "moros en la costa", agarré el libro, encendí una lámpara, me eché sobre la cama (el lugar más cercano al cajón que no despertaba sospechas) y comencé a leer.

Durante varios días viví una vida clandestina y turbadora: tenía que encontrar el momento propicio para retirar el libro del cajón, esconderlo vertiginosamente entre las sábanas o debajo de la almohada cuando alguien entraba al cuarto, colocarlo exactamente como lo había encontrado y callar. Y tuve además que aprender a vivir atrapada entre la compulsión por continuar la lectura y la certeza de que abandonarla era mi única salvación.

A aquella experiencia temprana le debo mucho de lo que para mí significa un libro como objeto material: a la idea de objeto permitido y accesible tuve que incorporar la de objeto prohibido; y obtenerlo pese al riesgo de un castigo severo representó para aquella púber que fui un ritual secreto de iniciación. A esa historia anónima le debo los primeros desnudos femeninos y las primeras relaciones carnales que construí en la ficción, y la sospecha de que entre el sexo y la muerte había algún vínculo. Leer un libro prohibido que mi padre leía me permitió conocer sus rincones más oscuros, su fuente de placer, su condición de hombre; pero me permitió ir más lejos aún: descubrir también mis rincones más oscuros, mi fuente de placer y mi condición de mujer. Desde entonces, ¿cómo no seguir leyendo?

 

 

 

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