Club de Lectores
 
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Verano 2003 Club de Lectores Nº 4

Epitafio del lector

¿Dónde encontrar el tiempo para leer?

Leo un texto que alguien ha escrito para mí. No es diferente de los demás. Todos, en cierto modo, han sido escritos para mí. Esa voz tiene un libro entre manos; ese libro soy yo. En esta página veo reflejado mi rostro como en un espejo. Estas líneas, ¿no son mi fisonomía? ¿Quién me observa si lo son? ¿Acaso las letras pueden mirar? La voz se hace letra y me habla, mira. La mirada es una hoja que lleva escrita en ambas caras una leyenda: “Es mentira lo que está escrito del otro lado”. Desde ahí, mis ojos me miran. ¿Desde cuándo, hasta cuándo estarán abiertos? A veces me parece que nunca he dejado de leer. Cuando desperté ya estaba leyendo. Me di cuenta de que había nacido al volver una página. Ese enorme libro que se abre cuando cierro los párpados, se llama, según yo, insomnio. Naturalmente tengo la impresión de que siempre he leído el mismo texto, éste cuyos fragmentos aparecen hoy entre mis manos. Al leer, me olvidé en el día, en la noche, en el invariable atardecer. Olvidé mis piernas cruzadas, mi cuerpo en la silla, la espalda que yacía en la cama entregada al sueño del libro. ¿Y el amor? He recibido algunas cartas, pagué con puntualidad el precio de escribir otras. Soy estas palabras que leo y que me dejan indiferente y que al mismo tiempo me estremecen; soy esta novela, este salmo, este trozo de inadecuada filosofía. No recuerdo haber sido nada que no leyera. Por ende, elegía mis lecturas con cuidado. Se las daba primero a probar a mis amigos para ver el efecto que les hacían. Gracias a esa precaución me he ahorrado numerosas lecturas inútiles, gracias a ella también me he despedido de algunos buenos amigos envenenados por el experimento. No subestimo el poder de los libros sobre los frágiles lazos de la amistad; no subestimo a los amigos. Nadie me reprochará que desconfíe de las recomendaciones. A veces sin embargo —debo concederlo— he perdido a un amigo pero he ganado a un autor que, ¿lo dudas?, no valía menos por estar muerto. Mi memoria, débil, escasa, nada tiene que ver con aquellos continentes oceánicos donde naufragan, como por arte de magia, atlas enteros de información, bibliotecas y ficheros, arcas de papel con los animales que promueve a diario el papel periódico. No. Parece más bien una mosca que zumba con obstinación circular alrededor de un cadáver. Sólo recuerdo lo que a ella le interesa. De noche, al dormir, sueño con puntualidad inocuos dramas civiles. La locura del día, en cambio, me hace abrir los ojos sobre minucias. Cuando empiezo a leer, es decir cuando me despierto realmente, este proceso alcanza un agudo. Al revés de los lectores que saltan en una novela las páginas descriptivas y sólo atienden las líneas generales de la acción, a mí el argumento me deja, por lo general, frío. Que no me vendan novelas sin paisaje. Me exasperan los escritores que creen que el lector debe imaginar todo, desde el color de los ojos de la heroína hasta el clima. Señores, seamos por un momento un poco menos humanos. Lo digo por experiencia y –no quiero repetirlo– estoy cansado. He sido sacerdote y soltero, asesino y novio, adúltero y cowboy. Fui un olmo viejo hendido por el rayo y una cómica mandrágora. Fui la mosca descrita por Addison, la hormiga de La Fontaine, el gato de Hoffman y los perros de Cervantes, de Bioy, de London, de Thurber, de Homero y de Mann; la ballena blanca y el Pequod, Perla y la letra escarlata. Con Isaías, vi la mano de Dios extenderse sobre la tierra; con Daniel leí los sueños pintados por una mano invisible; nunca pude distinguir los salmos escritos en el Libro de los que elevaba mi corazón apenas iniciaba la lectura. Tampoco he podido decidir si prefiero la página en blanco de Mallarmé o la de Whitman en su follaje. Algo en mi carne se alegra cada vez que leo un libro y mi corazón se regocija en el gran coro de las bibliotecas. He comprado más libros de los que he leído y de los que nunca leeré. Los recojo de la calle como si fuesen huesos dispersos de un ancestro cuyo perfil ignoro o niños perdidos, animales sin dueño. Tengo la impresión de que los rescato de la intemperie. Al menos, una vez en casa ellos se leen entre sí, como yo en este momento te leo a ti. Los cambio de lugar, los dejo vagar por mi biblioteca que es pequeña —lo admito— pero abismal. Como el agua en el arroyo obedece a la luna llena, como el polvo acecha el remolino, las horas fluyen hacia el tiempo inmóvil, y ellos nos van leyendo, agitan sus hojas como árboles al viento. Nos leen y nos asombran. No es breve nuestro epitafio.

Adolfo Castañón

 

 

 

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